Vivir con miedo
- Psicoterapia y feminismo Madeja de voces

- 20 abr 2021
- 4 Min. de lectura
Mónica Gamboa Suárez
Nuestra reflexión de hoy fue alrededor de una mujer joven que vive con un miedo que puede volverse paralizante, su temor toma diversas formas y pasa por varios temas que se han vuelto centrales en las sesiones de terapia. No es casual que cuente en su vida con una serie de experiencias en las que ha sufrido acoso y violencia sexual.
Escuchamos el caso y al mismo tiempo sentimos que hay algo de nosotras en el relato, hay algo de su experiencia que vive también en el cuerpo de cada una. Podríamos decir que vivir con miedo es hoy, una condición de las mujeres más o menos generalizada en nuestro país y en otros contextos semejantes.
El miedo puede tomar distintas formas: miedo a volar, a conducir, a los lugares encerrados o a los abiertos; cada uno tiene un origen y una historia. Sin embargo, uno que todas, casi sin excepción, compartimos es el miedo a la violencia de los hombres. A veces la amenaza está dentro de casa, otras veces no, pero con muchísima frecuencia se siente en la calle, en los lugares de trabajo, en los espacios sociales.
El problema es complejo y multifactorial, se compone y materializa por la combinación de condiciones culturales, sociales, familiares e individuales y se conjuga con niveles de intensidad variados. No hay que dejar de tomar en cuenta que un aprendizaje bastante difundido entre los hombres es que el mundo es suyo, el poder les pertenece y demostrarlo importa; además, tienen el mandato social de hacerlo valer en lo público y en lo privado.
Dentro de estos niveles de intensidad pienso en la violencia extrema, esa que hoy en día termina en violación o feminicidio y que muchas veces pasa desapercibida o se normaliza sin demasiada afección social. Hay hombres que aprendieron que su valor depende de estar sobre nosotras, siempre arriba, sustentando su poder y que cualquier medio para lograrlo es válido, por supuesto el medio más efectivo es la violencia. La violencia funciona para lograr la obediencia. El precio que las mujeres pagamos por cuestionar y rebelarnos ante este indignante y repulsivo abuso de poder es muy alto, estamos pagando con nuestras vidas. Miles de vidas de mujeres son tomadas violentamente por hombres en su intento por dejar claro al mundo que pueden, que el poder es suyo y esa es su forma de demostrarlo.
Si miro mi entorno, me reconozco sin duda como una mujer con privilegios, en mis espacios más íntimos e inmediatos nunca me siento en riesgo. Pero sé de muchísimas mujeres, cercanas y lejanas, amigas, consultantes, conocidas, que viven cotidianamente con la amenaza de la violencia de los hombres en su cotidianidad, que sienten todos los días la posibilidad de ser lastimadas y temen por su integridad y a veces la de sus hijas e hijos.
Aún con mis privilegios y mis ambientes más o menos seguros, reconozco el miedo hacia la violencia de los hombres como algo instalado en mi cuerpo, me es conocido y frecuente; ha sido parte de mí desde la adolescencia. Está presente, claro y contundente cada vez que salgo a la calle, crece cuando es de noche, pero aún de día está ahí, siempre. Lo hablamos en grupo y tocamos la indignación, la rabia, el asco y también la convicción de que queremos quitar esto de nuestros cuerpos y de nuestras vidas.
Quiero quitarme la sensación, cada vez que estoy en la calle, de que en cualquier momento un coche con hombres puede detenerse a mi lado y subirme a la fuerza, la inquietud de que alguien toque mi cuerpo sin permiso, quitarme el temblor que se produce en mí cuando pienso en mi hija adolescente sin libertad de transitar sola por los espacios públicos, me preocupa seriamente mirar su proceso de crecimiento obstaculizado por el peligro real en cada esquina de esta ciudad, quiero quitarme la desesperanza que se activa cada vez que escucho un comentario misógino que más de uno celebra con risa, quitarme las ideas de la cabeza de mis amigas siendo violentadas o acosadas, de otras mujeres cercanas en peligro de ser ultrajadas, En fin, quitarme esta compleja emoción de vivir con miedo.

Por supuesto, este tema con muchísima frecuencia es parte de los procesos terapéuticos de las mujeres. Terapeutas y consultantes coincidimos en esta vivencia. El espacio del consultorio nos permite reconocernos vibrando en la misma frecuencia ante el tema. Movernos del miedo solas al miedo acompañadas es un paso crucial. En el consultorio una a una y mejor todavía en grupos de trabajo, de reflexión, en colectivos de mujeres donde hablemos de nuestros miedos, de la forma de enfrentarlos, de las alternativas para quitarles protagonismo. Ahí es donde veo una alternativa real y poderosa. Para mí, es justamente compartiendo en grupo con otras mujeres cuando en mi cuerpo siento la fuerza que me da esperanza de crear algo distinto.
También he visto en el consultorio que reconocer la rabia y el enojo nos empodera. Mientras el miedo aísla y disminuye, el enojo nos hace tocar la fuerza, nos pone en contacto con nuestro poder.
Creo entonces, que una forma de trabajar esto entre mujeres es, por un lado, creando redes de apoyo reales y sólidas, y por otro, reconociendo la gama de emociones que la violencia nos despierta. Está sin duda el miedo, pero también el enojo, la rabia, la tristeza quizá, la indignación. Pararnos frente a la situación con toda nuestra gama de emociones y sintiéndonos hombro con hombro con otras mujeres nos ayudará a sentirnos con más recursos y posibilidades que si nos miramos solas frente al monstruo y sintiendo el miedo como emoción única y avasalladora.
Lo que pasa hoy a nivel social con el movimiento feminista, la rebeldía, la rabia y la exigencia de condiciones diferentes, es una muestra de la inclusión del enojo y la fuerza ante el contacto cotidiano con la violencia y esto también puede ser esperanzador y motivante para las mujeres en distintos contextos.




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