Una mujer que pide más
- Psicoterapia y feminismo Madeja de voces

- 28 feb 2021
- 6 Min. de lectura
Paulina Lecanda
Una pareja con una historia que nos es familiar; su problemática se parece a la de muchas otras parejas heterosexuales que conocemos. La mujer no está conforme y se vuelve demandante. Pide más cercanía emocional, más tiempo para estar juntos, más interés por parte de su compañero, más escucha, más comprensión, más “ayuda” en las labores domésticas y de crianza; que él dedique más tiempo y más energía a la casa, a la familia, a la relación. Lleva años pidiéndolo y, aunque sus peticiones han sido escuchadas, no ha habido muchos cambios. En esta pareja se ha acumulado la tensión alrededor de ciertos temas, por ejemplo, el trabajo de él. Cuando hablan de esto terminan peleando. No se pueden llegar a acuerdos; hay enojo, frustración y sus opiniones se polarizan. Ella quisiera que él cambiara sus hábitos de trabajo para poder tomar vacaciones y pasar tiempo juntos, para asistir a actividades sociales y familiares. Él no puede trabajar menos, tiene construido un tinglado de justificaciones y razones por las que está convencido de que no puede cambiar, no cede.
En cada pareja hay temas que se vuelven especialmente difíciles. Temas explosivos. Conforme pasa el tiempo, cada persona va tomando una posición fija que la sitúa en un extremo del problema. Cada uno tira para su lado, a veces con mucha fuerza, con la sensación de que si deja de tirar, perderá su posición y será absorbido por el otro. Se crean dilemas que parecen imposibles de resolver. A veces las parejas encuentran formas de convivir alrededor de estos temas, tocándolos lo menos posible; otras, se dejan arrastrar por ellos y entran en una espiral infinita de discusión (o de distanciamiento), que se termina porque se rebasa el límite del dolor, el hartazgo o el cansancio, y no porque se haya llegado a algún acuerdo.

En terapia de pareja nos encontramos con estos temas en muchas ocasiones. Es común que la pareja llegue al consultorio con la esperanza de que el asunto por fin se resolverá; que sea la terapeuta la que, a modo de jueza, dictamine quién tiene la razón o dé instrucciones sobre lo que hay que hacer para llegar a una solución. Pero nosotras somos escurridizas y estamos entrenadas para mirar todos los lados que puede tener una moneda. Nunca decimos qué hacer ni le damos la razón a alguien (por lo menos no en voz alta). Así que decepcionamos a nuestros consultantes diciéndoles que no vamos a dar un veredicto final, si no que les vamos a ayudar a reconocer sus necesidades y a escucharse mutuamente en un espacio de confianza, lo que con suerte provocará que encuentren alternativas para hacer con su problema una cosa distinta de la que han hecho siempre.
Ahora bien, aunque como terapeutas no tomemos una postura a favor de alguien y no demos indicaciones sobre qué hacer, finalmente lo que se hable en las sesiones estará condicionado (parcialmente) por las preguntas que hagamos, y nuestras preguntas nacerán de nuestra curiosidad, de dónde pongamos interés y atención. Por eso es importante explorar nuestras premisas y estereotipos, el marco de referencia propio, que nos permite interpretar una situación y darle sentido. Mi marco de referencia se alimenta de creencias, conocimientos e historias que provienen de diferentes discursos: el sentido común, la cultura, la religión, la academia, la ideología, etc.
En los desarrollos sistémicos de la terapia familiar se ha creado una tipología de los posibles ciclos de escalada del conflicto que se construyen en la interacción de las parejas. Uno es el ciclo de “perseguidor-perseguido”. Donde el perseguidor siente que la otra persona está en falta y la acecha, ya sea para corroborar sus sospechas o para insistirle que cambie. El perseguido intenta desactivar la persecución: se defiende, se esconde, intenta explicarse, miente. Entonces el perseguidor interpreta la conducta del perseguido como confirmación de lo que teme y remonta en la persecución con más intensidad, el perseguido también incrementa sus estrategias de defensa y así el ciclo se repite haciéndose cada vez más fuerte.
Hago en mi mente un recuento de las parejas heterosexuales que conozco. Casi siempre somos las mujeres las que pedimos más cercanía emocional y las que no estamos contentas con la aportación que hace el otro en el trabajo doméstico y de crianza. Muchas mujeres hemos sido calificadas de “insatisfechas” y “controladoras”. Cuando nuestras necesidades y peticiones son ignoradas, nos cambia el ánimo y el semblante y nos dicen “amargadas”, “locas”, “exageradas”. A los hombres, por su lado, les han enseñado a cuidarse de las mujeres. Al que cede cuando su pareja le pide algo le dicen “mandilón” y hay algunos dichos populares que también funcionan como advertencia: “a las mujeres, ni todo el amor, ni todo el dinero”.
Lo que aprendemos mujeres y hombres sobre cuál será nuestro papel en una relación de pareja, en una familia y en el mantenimiento y administración de una casa, es distinto. Las mujeres somos educadas para la conexión emocional: para ser empáticas, preocuparnos por el bienestar de quienes nos rodean y de nuestras relaciones. Los hombres son educados para la independencia: deben lograr salir de casa y soportar largas y arduas jornadas de trabajo para cubrir las necesidades económicas familiares.
Estos aprendizajes suenan estereotipados, y lo son, pero siguen corriendo por las venas de nuestras interiorizaciones culturales más profundas y crean una base sobre la que es muy fácil construir esos ciclos de “perseguidora-perseguido”, que vemos tantas veces repetido en las parejas heterosexuales.
En nuestra época, el contrato simbólico que hace una pareja es distinto al que se hacía antes. En las generaciones de nuestras abuelas se escogía un pretendiente que tuviera las posibilidades de cubrir nuestras necesidades económicas, el amor no se consideraba necesario para tener un matrimonio exitoso. La educación emocional y de cuidado a los otros que recibimos las mujeres era para atender las necesidades de los hijos e hijas, y del esposo cuando estaba en casa. Con el tiempo, lo que esperamos de una relación ha ido cambiando, el amor y la compañía emocional cobran cada vez un papel más importante en el mantenimiento de una relación, los antiguos roles de proveedor y guardiana del hogar se han transformado, esta estructura ya no sostiene a un matrimonio (esto explica el aumento en la tasa de divorcios).
Entonces, a algunas mujeres nos sigue pasando que nos enrolamos en ser las guardianas del bienestar de una relación, nos preocupamos cuando creemos que nuestra pareja no va bien. Pedimos más tiempo, más interés, mejor comunicación, más escucha, cuidados y atenciones. Y los hombres que han crecido con el mandato de ser buenos proveedores, para lo cual se requiere ser independientes, privilegian sus espacios de trabajo, porque su identidad se fundamenta ahí.
Además, las mujeres estamos cada vez menos dispuestas a cubrir en su totalidad las tareas del espacio hogareño que se nos han asignado tradicionalmente. Hoy luchamos por una participación equitativa, una corresponsabilidad. Es muy difícil lograrlo, lo hemos visto en nuestras parejas y en las que vienen a consulta. La crianza y el mantenimiento de una casa conlleva tareas que son difíciles de cubrir por cualquiera. Pero sí además no estamos convencidos de su valor y no crecimos pensando que son nuestra responsabilidad, entonces es menos probable que las realicemos, porque nuestra identidad no se juega en ello.
Cuando vemos a una mujer enojada, desesperada, que al parecer pide cosas irracionales, vale la pena preguntarnos qué la ha llevado a estar así. Socialmente se valora más la independencia que la conexión emocional, por lo que en muchas ocasiones estas mujeres obtienen menos validación para sus peticiones. Parecen las “perseguidoras” del ciclo. Si la o el terapeuta no alcanza a comprender cómo los aprendizajes de género tienen un papel en esta dinámica, se corre el riesgo de juzgar a la mujer como dependiente emocional o demandante. Se privilegia así la necesidad de independencia y desconexión del hombre, se confunde esto con la libertad, que es un valor cada vez más importante en una cultura individualista.
Al conversar sobre este caso, en la Madeja de Voces nos hicimos algunas preguntas que nos fueron útiles:
Ella parece dura, se impone y es poco empática. Pero ¿es escuchada?, ¿estar en esta familia ha influido en que ella sea dura, impositiva y poco empática?
El feminismo nos ha hecho duras, porque estamos hartas y cansadas ¿Cómo esto juega un papel en la relación de pareja?, ¿Cómo pasamos, en el terreno de pareja, de la protesta a la negociación?
Él defiende su trabajo y no quiere moverse de ahí ¿Qué papel juega el poder y la identidad (masculinidad) de él en esto?
No hay respuestas únicas. En este caso una visión feminista nos ayuda a abrir posibilidades que vayan más allá de la primer imagen de: “una mujer que se queja de que su compañero trabaja demasiado”.




Y cuando en la mujer hay independencia economica... hay amenaza para el hombre.. y la corresponsabilidad genera cambio en estos roles rigidos.. como proceso no familiar y si de pareja hasta donde llega la responsabilidad de cada uno?