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No mires atrás

La psicoterapia puede utilizar la construcción de textos dentro de los procesos como una forma de acceder al mundo interno de las personas desde distintas formas de lenguaje. Tanto escribir sobre lo que va pasando y lo que descubrimos en los procesos terapéuticos, como leer textos de otras personas sobre temas que han formado parte de nuestra terapia, puede ser muy enriquecedor y brindar potencia a los aprendizajes y al cambio que se busca.

Paulina Lecanda nos comparte este cuento de su puño y letra que nos acerca a la complejidad de la violencia en las relaciones de pareja y nos deja pensando sobre el peso de las decisiones y la diversidad de caminos posibles.

Introducción de Mónica Gamboa Suárez




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No mires atrás


Paulina Lecanda


El café de la mañana le había quedado aguado. Desde que ella se fue, no había desayunado con un buen café. Tenía que lograr que regresara ¿Qué podía hacer? Ya había recurrido a su hija Lucía, le había rogado que hablara con su madre y la hiciera entrar en razón. Casi 40 años de matrimonio y ella los desecha, como a un periódico viejo cuyas hojas amarillas ya no contienen ningún dato de interés.

Las palabras de Lucía se le habían adherido a la tapa del cráneo —Mi mamá se fue porque te has portado mal con ella todo este tiempo, pensabas que te iba a aguantar para siempre, pero las mujeres ya no somos así. Le has dicho cosas muy feas. Me preocupas y quiero que estés bien, pero no voy a pedirle que regrese contigo—. Nadie comprendía. Ella tenía que estar con él.

Se afeitó con cuidado y se puso la colonia. Tomó las flores que había cortado en el jardín y las acomodó torpemente con un lazo. Salió, fue a buscarla.

Los nudillos comenzaron a dolerle y la puerta no se abría. Finalmente apareció, lo miró de arriba a abajo y sus ojos se quedaron clavados en el ramo de flores que empezaba a maltratarse por la fuerza temblorosa de su mano. Ella suspiró contrariada y vio cómo los ojos pequeños de su marido mecían las pupilas de un lado al otro, nerviosos, sin encontrar su lugar.

—¿Qué quieres?—, le preguntó con voz severa. Se veía radiante, más viva y guapa que en sus mejores recuerdos. Él estiró el brazo dudoso y le ofreció las flores, ella no se movió. Todo estaba congelado, excepto los ojitos de él que se movían con velocidad creciente, hasta que en un estallido le salieron las palabras a tropel. Le hablo de amor, de su desesperación, de cómo le hacía falta, del café insalvable que tomaba en su ausencia. Le prometió que iba a cambiar, que cuidaría de ella. Que la haría feliz como nunca, como siempre se lo había merecido. Sus palabras salían con abundancia e iban formando corrientes de viento alrededor de ella, que escuchaba extrañada, ausente, escandalizada.

Continuó, se estaba jugando todo, lloraba y se sacudía como un niño extraviado en una esquina del supermercado. En su monólogo, el desprecio que sentía por sí mismo se hacía cada vez más presente. De pronto, dijo algo que la conmovió, su rostro y su mirada se pusieron dulces, algunas arrugas regresaron a enfilarse en su frente. La pena de él abrió una grieta en la determinación de ella de ser feliz y estiró la mano para tomar las flores, que habían perdido algunos pétalos bajo el terremoto. Ese segundo de duda fue suficiente, lo miró a los ojos y se convirtió en estatua de sal. Él, perdido como estaba en sí mismo, ni siquiera se dio cuenta de cuando ella comenzó a desbaratarse.


 
 
 

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