La violencia que vivimos y nuestra forma de ser madres
- Psicoterapia y feminismo Madeja de voces

- 13 abr 2021
- 4 Min. de lectura
Paulina Lecanda
Mamá, ¿Por qué no eres empática? Duele mucho verte así. Te pido que me mires y no me miras, quisiera acercarme y no me dejas.
Mamá, sólo te quejas de cómo son los demás contigo, de las ofensas, de los daños. Sí, ya sé que mi papá te quitó tu casa, sí ya sé todo por lo que has pasado, el maltrato, el daño. Yo también lo viví. Ya no quiero que me pegues, ya no quiero vivir contigo. Pero me importas, te quiero cerca. ¿Por qué no me escuchas?
¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué no hay lugar en ti para la ternura? Por qué, si dices que me quieres, no me muestras tu cariño.
Donde hay gritos, donde hay enojo, donde hay violencia, lo que falta es la ternura. ¿Qué es la ternura, cómo se le hace espacio? Será que la ternura puede habitar donde lo que predomina es la violencia. Será que la ternura puede ganarle terreno al enojo y al miedo.

Existen estudios neuronales que muestran una diferente respuesta al estrés en hombres y mujeres:
En el hombre hay una puesta en marcha predominante del córtex prefrontal: es lo que favorecería el comportamiento de “fuga o de combate”.
En la mujer, la reacción al estrés estaría construida sobre los procesos de atracción; hay una puesta en marcha predominante del sistema límbico que activa un comportamiento “de ayuda y de protección”. La puesta en marcha del engranaje del sistema límbico y principalmente del hipocampo, reduce la actividad simpática (Duval, González y Rabia, 2010).
Las mujeres tenemos la capacidad de cuidar, incluso en situaciones de amenaza. Proteger a las crías. Me recuerda a un comercial en donde distintas madres son tiernas y cariñosas con sus hijas e hijos en situaciones de peligro, mostrándose sin miedo, para tranquilizarles y darles seguridad. Sí, las mujeres somos capaces de cuidar a nuestras crías de un agresor, pero prefiero pensar que esta es una capacidad humana, que todas y todos tenemos el potencial de desarrollar.
La violencia puede tener un efecto tan profundo que nos hace sentirnos amenazadas constantemente. En ocasiones también nuestro hijo o nuestra hija nos agreden, o aunque no sea así, algo que hacen me dispara la señal de amenaza, me siento en peligro y respondo. No puedo ser tierna con quien creo que me agrede, lo que quiero es ponerme a salvo, huir o atacarle de vuelta.
Acude a consulta una mujer que busca mejorar sus relaciones con su hija. En las sesiones con su hija no muestra empatía y cariño, solo hay gritos, pelea. No responde con ternura a los llantos de su hija, a sus peticiones de amor, nos desconcierta y confronta porque mueve hilos muy profundos en nuestras creencias. Una madre que no puede amar, que no puede cuidar. Quiere y no puede. Cuando se siente amenazada entra en una especie de trance, no puede dejar de gritar, puede llegar a golpear a los demás. ¿Qué pasa?
Quizá ha vivido tanta violencia que su reacción es esta. No puede escapar de su reacción, la rebasa. Se activa una respuesta automática de la que ella no es consciente. No le da por ser tierna, le da por atacar. Una exposición repetida y constante al estrés puede modificar nuestro cerebro, nuestros circuitos neuronales. Nos hace percibir peligro donde no lo hay.
Es importante poner atención a la historia de esta mujer, al contexto de violencia en el que ha vivido. De lo contrario, podríamos suponer que la dificultad para ser empática, y para reconocer cómo sus acciones contribuyen en los conflictos relacionales, es intrínseca a ella: algo genético o una patología. Y muy probablemente no es así, es algo que le pasa a ella, pero que en gran parte es consecuencia de las experiencias que ha tenido. Si el contexto no cambia, si ella sigue estando en riesgo, difícilmente podrá dejar de sentirse amenazada y defenderse.
Este caso también nos hace entrar en uno de los dilemas de la consulta privada. Como terapeutas no tenemos los medios para cambiar el contexto de nuestras consultantes. Una conversación terapéutica tiene efectos en las relaciones, con otras personas y con una misma, y esto puede ser de mucha ayuda, quizá contribuya en el impulso que alguien necesita para transformar su propia vida; pero a veces el impulso no basta, porque las posibilidades son limitadas o los recursos materiales no alcanzan. La frustración y la desesperanza nos hacen creer que no hay opción. Pero no es así, siempre tenemos alternativas, incluso en las situaciones más limitantes. No es fácil encontrarlas, pero están ahí. Pienso que nuestra labor como terapeutas en gran parte se trata de eso, acompañar a las personas en esta búsqueda de alternativas y crear conversaciones que la faciliten.
Así como a mis consultantes, a mí, como terapeuta, también me pasa que se me cierra el mundo, siento que me quedo sin opciones. Hablar con mis compañeras de la Madeja de Voces me ayuda a abrir el panorama y pensar en nuevos caminos. Puedo hacerlo porque me siento en un espacio seguro, donde no tengo que defenderme, donde predomina el respeto y la ternura. Gracias, compañeras.
Referencias:
Duval, F. González, F. y Rabia, H. (2010). Neurobiología del estrés. Revista Chilena de Neuro-Psiquiatría; 48 (4): 307-318.




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