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Ana y la culpa

Paulina Lecanda

*Los dibujos son de Sofi y Emilia :)


Ana era una niña pequeña. Activa, ágil y alegre. Vibrante como una gota pendiendo de una hoja verde a punto de caerse. Tintineante como una gatita con un cascabel colgado al cuello. Una niña atractiva sin duda, lo que hubiera tenido que ser una suerte en su vida y no un mal designio.

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Ana en su infancia se convenció de que la belleza era un infortunio. No se dio cuenta de que en realidad lo desafortunado era que quienes tenían que cuidarla no la cuidaron.


Quería mucho a su tío. De todas las personas adultas era el que más la procuraba y le hablaba con palabras de amor. Le decía que era una niña muy bonita y que era su favorita. La mimaba. La sentaba en sus piernas y jugaba con ella.


Un día su tía entró a la habitación y vio. Primero todo fue muy confuso, ella tenía sentimientos agradables, su tío la trataba bien. ¿Cómo iba a saber que había algo malo pasando ahí? Pero lo había, lo supo por el enojo de su tía, por la forma en la que la jaló para quitarla de las piernas del tío, por que la llamó mala, eso no se hace, cochina, qué haces. La culpó a gritos. Sus palabras se solidificaron en sentencia y se incrustaron en su vientre. La tía le dijo que se estaba portando mal y le retiró el habla y el cariño. Entonces descubrió que esos mimos del tío eran malos y supuso que si a ella le gustaban, entonces también ella era mala. Concluyó que agradar y ser la preferida de alguien es muy peligroso. Se convenció de que la culpa era suya: ella había sido encantadora a ojos de su tío y había aceptado sus cariños; se acercó cuando él se lo pidió; y a ella le gustaba cuando su tío le decía que era linda y la mimaba .


Decidió que lo mejor era dejar de ser bella, vibrante y tintineante. No más gota ni gata, para no llamar la atención de la gente. Dejó de bailar, que era lo que más disfrutaba en el mundo. Se agregó peso y se quitó la alegría; ya sabemos que la gente alegre jala las miradas y a todo mundo le gustan las sonrisas.


Ese día la culpa se apareció dentro suyo y se instaló grande y pesada como una piedra. Pero sútil y confusa como una nube de vapor. Persistente como un zumbido que de tanto estar pasa desapercibido, aunque nunca dejas de escucharlo.

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Desde entonces tuvo miedo de acercarse a su tío y tampoco pudo estar cerca de su tía. Ana no dijo nada. Quizá porque no quería que la siguieran regañando, quizá porque no quería darle una preocupación más a su mamá. Se quedó sola frente a esto.


La culpa se quedó a vivir dentro de Ana y sobrevivió porque ella la alimentaba sin darse cuenta. Cada vez tomaba más terreno y tenía diferentes efectos en su vida. Ana engordó y en los siguientes rechazos que vivió, pensó siempre que eran su culpa. Se fue convenciendo de que ella no era suficiente para que alguien la quisiera cerca, ni como amiga, ni como pareja. Se dijo a sí misma que no era divertida y que no podía aspirar a tener una relación con alguien que la tratara bien. Pensó que debía conformarse con que los demás se quedaran cerca; sólo para eso le alcanzaba.


La culpa se comió poco a poco el interior de Ana y le fue tiñendo los pensamientos. Hasta que dejó de percibir la diferencia entre la culpa y ella misma. La culpa ocupaba tanto espacio que ya no podía verla. Era ese zumbido siempre presente que le susurraba insultos, juicios y descalificaciones dentro de su cabeza. Le hacía creer que todos los cumplidos que la gente le hacía eran mentira o exageraciones.


Un día Ana se dio cuenta de que la que hablaba en su cabeza no era ella, lo supo al recordar cómo era antes, al rememorar la alegría, la agilidad y la belleza. Y la nombró, “Es la culpa, ella es la que me dice todo eso, no soy yo. Todo este tiempo me he sentido culpable por ser quien soy” La culpa dio un grito espantoso y Ana le rugió de vuelta, se rebeló contra ella. Fue tan intenso que le dio fiebre y se cansó mucho. Tuvo que dormir tres días seguidos. Cuando se recuperó, decidió que quería ser feliz y que para eso necesitaba hacerle frente a la culpa.


Hoy la culpa sigue habitando dentro de ella, pero ya no está oculta a sus ojos. Ana, que se ha vuelto una experta observadora, todos los días aprende un poco más de cómo actúa la culpa en su interior, de las cosas que le dice y le aconseja hacer. Ana se enoja y se desespera con la culpa, y de paso consigo misma, pero cada día le va ganando terreno y aumenta su colección de momentos brillantes, en los que llega a disfrutar y a sentirse alegre.


Quiero proponer que hagamos el ejercicio de detenernos y ponernos a pensar: ¿Cómo es el diálogo que establezco conmigo misma? ¿Qué cosas me digo? ¿Soy amable y soy amorosa o soy cruel y me descalifico constantemente?


Es casi seguro que encontraremos mucha crueldad, muchos regaños y muchos juicios. Miramos nuestro cuerpo y no nos gusta, miramos nuestra vida y la vemos coja, miramos nuestras acciones y las reprobamos; no reconocemos nuestros logros y nuestras cualidades.


Después sigue preguntarnos: ¿Por qué me digo esto?, ¿Dónde aprendí a hablarme así? ¿Quién me enseñó? ¿Quién alimentó este diálogo interno en mí? ¿Las voces de quién me apropié para repetirlas dentro? ¿Quién me dijo que era fea?, ¿Quién me dijo que era muy gorda o muy flaca?, ¿Quién me dijo que me veía mal con esa ropa?, ¿Quién me dijo que era tonta?, ¿Quién me dijo que era mi culpa? ¿Quién me rechazó y me dijo que tenía que ser diferente para ser aceptada?


Y ¿por qué les doy tanto crédito a estas voces que están dentro de mí?


Podemos cambiar nuestro diálogo interno, lo primero es escucharlo.



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